viernes, marzo 04, 2005

No. 242. 20 de Febrero de 2005

Nuestros años maravillosos de piloncillos, melcochas, pepsis y tunas

José Enciso Contreras


Cuesta algo de trabajo hacer recuento de periodos de nuestra existencia que ya alcanzamos a ver con cierta lejanía en la vida. Meditándolo bien, la dificultad sobreviene por razones de auto imagen, es decir, la idea que tenemos de nosotros mismos en este año, en este día y precisamente en este momento. Me explico: hasta ahora he navegado por mi vida con la bandera de ser joven y resulta que ya no lo soy tanto.
Para que me entiendan rápido, quiero ponerles un ejemplo: simpatizo más con la manera que tienen de ver la vida los jóvenes que asisten a mis clases, que con la de mis compañeros profesores. Me gusta el movimiento Zapatista de Chiapas, pero no el de los Amigos de Fox. Sigo sin ir a misa, pero no robo a nadie, sin que eso signifique que sea precisamente un santo a mis 42 años. O sea que, por decir algo, me provoca más placer tomarme una copas de vino o leer una novela, que andarme desviviendo en las colas de los bancos, o preocupando por pagar mis deudas. En una palabra, como dijera uno de los rockeros de los setenta —el inefable Jetro Tull—, creo que soy demasiado joven para morir, pero demasiado viejo para rocanrolear. En descargo, no me apena confesarles que siento ahora más contentamiento en ir a un concierto de los Rolling Stones —ahí como los ven de cascaritas—, que en escuchar a Vicente Fernández o su cursi retoño.
Es por eso que, insisto, asomarse a ver al tipo que uno solía ser cuando estudiaba la secundaria es una labor algo difícil, porque entonces no sólo era joven de ideas sino que físicamente estaba saliendo del cascarón. Para darme a mí mismo una idea de cómo éramos en aquellos ayeres, me fijo en mi hija de 13 años —Fernanda, Ferni para los amigos—, que actualmente cursa el segundo año de secundaria en la Técnica Uno —por cierto, pese a todas mis estrategias por inscribirla en la celebérrima Secundaria Federal Uno—. Es muy delgada y pequeñita, como corresponde a la mayor parte de los adolescentes de su edad. Aunque físicamente es ya una señorita, nadie me va a convencer que ya no tiene la fragilidad de una niña. Es sensible a cualquier desaire, mas no es llorona. Es ruidosa y gritona, cosa que no tenía que lamentar cuando estaba en la primaria. Además es alegre y vivaz, pero aún no sabe lo que quiere. Admira a Pepe, alias El Oso, su hermano mayor, e inclusive gusta de escuchar la música que oye su modelo a seguir y, sin que esto que les cuento salga de aquí, todavía mantiene serias resistencias a meterse bajo la regadera. Le pone apodos a sus maestros y prefectos, nada más el fin de la semana pasada acaba de descubrir el encanto desmadrosillo de ir a una tardeada, a una discoteca del centro histórico, y ha amenazado con que lo volverá a hacer. Me muestra día a día que está luchando dentro y fuera de su casa por encontrar la personalidad de la mujer que terminará siendo definitivamente.
Les relato esto para mostrarles que así éramos en la secun, poco más o menos. Y no veo por qué seguir hablando de la Ferni —Ferchis, entre sus cuates de la secundaria—, pues desde luego que no todos los adolescentes son iguales, aunque lo parezcan, espinilludos y apestosos, y pasando más o menos por similares tribulaciones.
Recuerdo en este sentido cómo nuestra compañera Yolanda Sáenz era infinitamente más alta y desarrollada que el resto de nosotros cuando nos vimos por primera vez las caras en aquel salón del 1° C, en septiembre de 1974; de tal manera que por una especie de fijación edípica, la elegimos como jefa de grupo, por lo que su apodo temprano en ese tiempo fue el de La Jefa. Más tarde nos daríamos cuenta que salió tan desmadrosa que alguna vez nuestra maestra de Inglés, la célebre maestra Cholita Ibarra, nos reclamaba el por qué la habíamos ungido con tamaña responsabilidad, para la que ser requerían dotes digamos un tanto más aburridas, según la disciplina de una escuela pública.
Fue en segundo año cuando la aguerrida población masculina del grupo C comenzó a dar muestras de que podía aumentar su estatura, aunque no en todos los casos, pues el Chapotín nos llevó la contraria siempre en este tema. Terco como era, decidió quedarse de bajito nomás por hacer honor a su apodo.
El usual aroma del salón también cambió al parejo del fluir de nuestras inaugurales hormonas, pues los sobacos de todo el mundo, de súbito, comenzaron a papalotear prodigiosamente, imponiendo la necesidad del baño diario. Y a propósito de hormonas, si ya desde el primer grado los muchachos gustábamos de las muchachas, y viceversa, a partir del segundo año esta afición se acentuó en definitiva.
No podré olvidar aquel 1975, cuando por primera vez en mi vida tuve que aprobar la mayoría de mis materias en los famosos exámenes de recuperación, pues el año lectivo me había valido olímpicamente madres, contraviniendo una personal tradición escolar desde párvulos. A los 13 años había cosas más interesantes qué hacer que pasársela estudiando. Intuía vagamente que la vida nos brindaba una oportunidad de ser felices y además irresponsables. Nadie dependía de nosotros, sino todo lo contrario, todos dependíamos de alguien. Abusivamente me dejé llevar por las secretas delicias de hacerme la vaca con mis compinches de turno: El Pinedo, El Caballo y el muy memorable Plancha, mejor conocido en el medio magisterial como El Pelos Eléctricos. ¡Ah qué delicia, escaparse de la escuela y rascarse lo cojones retozando en una lanchita que flotaba al garete en mitad de La Encantada! Lejos, muy lejos del mundanal “bullicio de esta falsa sociedad”, que nos atosigaba con mil requerimientos y exigencias: ¡Tiende tu cama! ¡Lávate esas orejotas! ¡Ya no seas tan güevón! ¡Bájale a ese pinche radio! ¡Apaga las luces cuando no las utilices! ¡¿Por qué te dura tan poco la ropa?! ¡Si no te bañas nunca vas a tener novia!
En cambio, era mucho más agradable navegar despatarrado por aquel océano de aguas verdosas y pestilentes, con los graznidos de los patos y gansos a lo lejos, amenizándonos la mañana desde la orilla del lago, que más que lago era y sigue siendo nada más que un cabrón charco, hediondo a pescado muerto, pero que lo percibíamos inmenso, infinito, cálido, amniótico y apacible.
—Es como el mar de los de los Razargos, ¿verdad pinche Enciso? —me dijeron.
—El Mar de los Sargazos, güey, ¿qué no ves los programas del capitán Custeau?
A todo esto, Jacques Custeau era un franchute que se la pasaba en los mares porque no tenía otra cosa mejor qué hacer, en un barquito llamado El Calipso, cuyos documentales pasaban los sábados por la tele.
Era mucho mejor oír al Plancha hacer evocaciones de lo buenotas que se estaban poniendo nuestras vecinas del grupo B, y comentar las sesudas tácticas para verle los calzones a una maestra de Química que les daba clase a los de tercero, y que estaba de no malos bigotes. Planeábamos, además, maneras grotescas de dedicarle canciones al Cocol, nuestro singular maestro de Historia, fingiendo la voz de maestras de la secun, jurándole amor eterno en el proverbial programa de Complacencias de la K.
En medio de nuestro propio y auténtico Calipso, a millas náuticas de lo que se suponía eran nuestros deberes ciudadanillos y escolares, sacábamos la cajetilla de Raleigh y fumábamos, fuera de cualquier opresión. Bien mareados de tabaco y sol, a eso de las trece horas enfilábamos la proa con aire de barlovento hacia el escuálido muelle administrado por el DIF. En el radio del cuidador de las lanchas sonaba a todo pulmón una rola de Mocedades, llamada El Vendedor, que nos fuimos tarareando mientras caminábamos sobre los rieles del trenecito escénico, que para nuestra mala fortuna sólo funcionaba los domingos.
Para llegar a efectuar nuestro crucero por la Encantada, debíamos, tras la primera hora de clases, saltar una verja de acero cuyos extremos terminaban en punta afilada y que cercaba los límites de las llamadas Canchas de Arriba. La tripulación y yo teníamos que ponernos de acuerdo para llegar hasta allí y saltar lo más rápido posible; no era labor sencilla, pues mi amigo El Caballo llegó a quedarse colgando de aquellas puntas en forma de flecha, pendiendo de la chamarra que, atada a la cintura, se había ensartado en ellas. Alguna vez tuvimos que regresarnos a toda prisa para descolgarlo y correr nuevamente hechos madres hasta el callejón de García Rojas para no pasar frente a la prefectura.
Y a propósito, cómo olvidar a uno de los entonces prefectos. No recuerdo su nombre, pero sí su aspecto. Se trataba de un hombretón gordo y rubio, barbado y tan peludo como una alfombra, seguramente más ancho que alto, por lo que se le motejó como El Brutus. Era tan gordo, tan gordo, que debía controlar a aquella turba de agitados demonios espinilludos, valiéndose más de su imponente presencia y su áspera y grave voz, que de su mínima agilidad física. Siempre de guayabera, recorría los pasillos de la Secun cumpliendo con su deber, pero a nosotros nos daba la impresión que nomás buscaba a quién chingar. No podía moverse con facilidad, les digo, pero se las arreglaba para imponer al personal una sensación de omnipresencia. Estaba siempre en el lugar correcto y a la hora correcta para aguarnos la fiesta. En suma, era como dios, porque estaba en todos lados y nadie lo podía ver. Burlarlo era, pues, todo un reto que justificaba nuestras piloncillas vidillas en este mundo.
En cierta ocasión, para efectuar nuestro peculiar y espectacular acto de escapismo, haciéndonos los pendejos, nos quedamos jugando fut bol en las Canchas de Arriba, esperando que los grupos ingresaran a sus aulas para la clase de la segunda hora. Llegado el momento, nos disponíamos a brincar la citada reja, cuando vimos que El Brutus avanzaba amenazadoramente hacia nosotros, terminando exhausto y jadeante de subir las escaleras de las canchas. Bufaba improperios inentendibles, ordenándonos regresar a clase. Al vernos sorprendidos, percatándonos que nos impedía regresar a la Cancha de Abajo y que además se oponía entre nosotros y la verja, optamos casi instintivamente por bajar hacia un espacio no construido que se ubicaba al final de las canchas y daba a la espalda de la iglesia de Santo Domingo. Para llegar hasta allí hubimos de bajar una empinada pendiente terregosa de cinco metros. Llegado al límite inferior de la ladera, el prefecto nos increpaba desde arriba, viéndose más imponente de lo que ya era: ¡muchachos cabrones, los vamos a expulsar, suban inmediatamente! La mole se paseaba de un lado a otro del borde, mirándonos allá al fondo, a un puñado de piloncillos culeros asustados, nomás pelándole tamaños ojotes. Y seguía gritando el Brutus, sin atreverse a bajar. No puedo decir que estaba enojado; más bien estaba encabronado al ver nuestra renuencia. No recuerdo si fue el Plancha quien le gritó desde abajo: ¡Baja por nosotros si eres tan macho, pinche panzón!
Aquello terminó por sacar de sus casillas a aquel Pantagruel de petate que comenzó a bajar con extrema dificultad, cargando sus ciento cincuenta kilos por aquella pendiente resbaladiza. Bufaba, maldecía y sudaba a chorros; por momentos parecía que se nos venía encima. Una vez que llegó a la mitad de la cuesta, todos subimos corriendo hacia la verja y saltamos veloces hacia la calle. Ya desde la calle, nos detuvimos todavía para ver cómo el Brutus al borde del infarto volvía a subir hacia las canchas. Esperamos cinco minutos y nunca lo vimos aparecer; sólo alcanzábamos a escuchar sus folclóricas imprecaciones contra nuestras respectivas madrecitas. ¡La tuya, güey!, le gritó el Pinedo desde la calle. Más tarde, nos contaron que Cornelio el conserje y otros trabajadores tuvieron que bajar por él.

—Ya ves, pinche Pinedo, por eso no nos invitan a salir en la obra de Jesucristo Super Star, por lo mamones que son tú y el Plancha.
—No mames, Caballito, si no nos invitan es porque los cuatro somos los más feos de la secundaria, después del Brutus, y además porque te apestan re gacho las patas, desde que te compraste esos zapatos de bolillo, según tú muy chingones —aludí a mi amigo de la Laguna del Carretero.
Aclarado lo anterior y tomada debida conciencia de nuestra situación, pasamos con aire triunfante a la tiendita de don Benjas a proveernos de cigarillos, papitas y pingüinos, y nos largamos rumbo al Mar de los Sagarzos. El Pinedo estuvo todo el tiempo cantando una rola de Camilo Sesto.
Debo confesarles, sin que salga de aquí, que tenía éste que les escribe, otra faceta menos conspicua, la de ser de vez en cuando, un niño bueno. Quiero corregir: no es que fuera realmente malo, sino que más bien en ocasiones solía ser algo más libre. Pero como les dije al comienzo, la adolescencia es una búsqueda solitaria y confusa de nosotros mismos. Una auténtica metamorfosis interior, en la que se rompe abruptamente la carcasa del niño que estábamos dejando de ser, emergiendo a golpe de testosterona —o de progesterona, según el caso—, la personalidad adulta con la que para bien o para mal transitaremos por este mundo el resto de los días de nuestras existencias.
Cuando sentía algún cosquilleo moralino en mi consciencia, procuraba deshacerme de él lo más rápido posible. Por ejemplo, Daniel López y yo nos metimos a estudiar pintura y piano en el IZBA. Sólo mi amigo el Negro terminó con éxito aquellas inquietudes, pues ahí donde lo ven, salió bueno para la tocar las teclas, llegando a hacer de esa destreza una forma de vida. Si estaba con Daniel, lo más probable era que oyéramos música clásica, con que el profesor López Castrejón proveía regularmente a su casa. Allí escuché por primera vez a Mozart, Vivaldi y Chopin, por mencionar tres autores bastante potables al gusto de cualquier piloncillo. Pero además, Daniel por su cuenta coleccionaba música, por ejemplo de Las Águilas, Electric Light Orchestra y Elton John, lo que nos permitía, en el impresionante aparato cuadrafónico que se instaló el profe en su casa, salir de las rutinarias canciones de la radio.
La estación XELK mantuvo acertadamente y por muchos años, media hora de música de los Beatles, a media tarde, por lo que no sonaba nada mal el asunto. En casa, sólo había un radio de bulbos perteneciente a mi sacrosanta abuela, en el que el cuarteto de Liverpool hacía presentaciones de lujo.
Sergio Aguilera era también un estudiante tranquilo, al igual que Hugo Hernández y Alejandro Campos, con quienes solía hacer bola de vez en cuando, especialmente cuando se trataba de estudiar para los exámenes de inglés, química o álgebra. Con Sergio descubrí que los Beatles servían para acompañar todos los momentos de nuestra vida, incluso para estudiar, que ya era decir. En este otro grupo también me sentía a gusto. No quiero decir que fuera un grupo aburrido, pues también tenía las mismas tribulaciones que con el grupo de El Plancha. Pero en conjunto era un grupo estudioso y salvo Daniel y yo, el resto integró la escolta de la Secun. Y nadie de la flota, salvo el Güiro y yo, decía palabrotas. Con Daniel he cultivado una amistad de muchos años, pues estuvimos juntos en la escuela primaria González Ortega, y después convivimos en la Prepa, donde nos separamos académicamente. Siempre fue un tipo pulcro y cuidadoso. El hijo que todo el mundo quisiera tener. Al que le duraban los útiles escolares todo el año y más allá. Jamás decía chingaderas; sólo le oí decir alguna cuando se lió a golpes con Arturo Ramírez Galindo. No bebía ni fumaba y más o menos el resto de esta pandilla de aplicados era así, con excepción de su servidor, pero no conocieron la cubierta del Calipso, ni surcaron las tranquilas aguas del mar de los Sagarzos.
Al paso de los años, me he acordado de más cosas de las que debiera y al garrapatear esta breve crónica de nuestra fugaz adolescencia les confieso que lo he disfrutado. Creo que, en suma, todos los miembros de aquel grupo hemos llegado a nuestra manera a ser mujeres y hombres de bien. Hemos vivido. Tenemos hijos, la mayoría. Nos hemos casado o descasado. Y aunque tengamos unos kilitos de más y unos pelos de menos, en el fondo deseo que nuestros lazos se estrechen, que sigamos honrando aquella etapa abrupta y agridulce de nuestras vidas y como dicen los masones, que nos una la fraternidad eternamente.
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La rosa de los vientos

Febrero

Guillermo Rubio Belmonte

El viento de febrero me trae amor.
Febrero, mes de tamaño niño,
menor que sus hermanos.
Intenta crecer bisiestamente
y se queda igual, sin atreverse,
con miedo al tiempo y a perder lo ganado.
Disfruta de la locura de la niñez,
que puede ser acaso la insanidad del genio.
El viento de febrero me trae amor.
Parte del invierno que nos negamos a aceptar,
Esperanza de primavera que deseamos estar viviendo.
El viento me trae perfumes,
me empuja con fuerza o me detiene consciente;
me hiere la cara, poniéndola rojo crepuscular,
o será acaso, desearía, rojo de amanecer;
los tonos se confunden
y los finales y los principios son iguales.
Febrero, partes en dos el tiempo.
Trasunto de navidades con velas y esferas tintineantes,
eco de cascabeles que fueron quizá un sueño,
promesa de botones y de flores.
Febrero, carnavalesco y de antifaz,
que ocultas con tu máscara heridas viejas
marcadas en el semblante a lo largo del camino.
El viento de febrero me trae amor.
San Valentín hace cabalístico el catorce
y las manos se chocan en deseos de ser humanas.
Las sonrisas de nunca aparecen como de siempre
y mi abrazo se hace melancólico recuerdo,
listón brillante de regalo festivo,
sereno reconocimiento de destino encontrado.
El viento de febrero me trae amor
y a mi nieve la derrite el calor de tu cuerpo.
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La vaca multicolor
Kutzi Hernández Galván

Nos va bien, si bien nos va


ras el finiquito del adeudo que la UAZ tenía con el ISSSTE, se escuchan ya las apuestas sobre cuánto tiempo más tendrá que pasar para que la institución se vea nuevamente endeudada. Unos le echan diez años. Otros, tres. El caso es que hay escepticismo en cuanto a la efectividad administrativa que habrán de mostrar las autoridades universitarias en los próximos años. Quizá está de más señalar que compartimos dicho escepticismo, aunque no creemos que el fracaso en el manejo de los dineros en la UAZ se deba del todo a una probable impericia administrativa. Más bien nos unimos a la opinión de que lo que le ha hecho más daño a la universidad es la inflación de la nómina, que se justificaría por el aumento de la matrícula estudiantil, si no fuese porque desde hace varios años, sabemos de muchos supuestos maestros que en todo el semestre no acuden a dar clases, supuestos trabajadores que cada mañana se les puede ver en los cafés, en horas de trabajo.
No me ha tocado ver más que a dos rectores prometer que se terminará con la flota aviadora que lastra las finanzas universitarias. Hasta el momento, tampoco me ha tocado ver que alguno de ellos lo haya cumplido. Lo peor de todo es que parece difícil maniobra, sobre todo porque muchos de los aviadores lo son porque cuentan con “palancas”; varios de ellos gozan, incluso, de prestigio social y hasta intelectual. En Zacatecas, claro.
¿Tendremos que esperar a que todos ellos se jubilen —que para eso ya tienen edad— o acaso serán reciclados por una nueva generación de buenos para nada?
Averígüelo, Vargas.

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No es culpa de todos los universitarios el que nuestra alma mater carezca hoy en día de credibilidad. Hay una buena cantidad de catedráticos, trabajadores y estudiantes que no sólo cumplen con su trabajo, sino que luchan contra corriente con tal de dar a la UAZ el magro prestigio académico que tiene, el cual, si a alguno tiene satisfecho, no por respetable dejaría de ser cuestionable su punto de vista. Seguramente hay universitarios, proyectos o líneas de trabajo que legitiman el prestigio académico que tienen, y no terminaríamos de citar casos y nombres. Sin embargo, la mediocridad del resto del aparato hace que en la actualidad, la UAZ no haya sido capaz de ser considerada, en su conjunto, como una opción universitaria respetable en el país. La crisis más importante que vive la UAZ no es la urgente, es decir, la económica.

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Al anunciar la fusión de los programas de maestría y doctorado en Historia, los docentes del posgrado resultante sugirieron un camino a seguir, que debería ser implementado como estrategia institucional. La maestra Mariana Terán Fuentes se refirió, por ejemplo, a la necesidad de terminar con los “archipiélagos”, es decir, los conjuntos de islas que son los investigadores universitarios. Iniciar “una vinculación inteligente”, una verdadera comunidad universitaria, es un proceso seguro que, aunado a otras medidas, llevará a los programas académicos rumbo a la certificación nacional. Tal es la visión de un grupo de catedráticos que son modelo a seguir, ya que han producido 60 libros, 80 artículos publicados en revistas con prestigio científico, entre otros importantes méritos. De doce, ocho están inscritos en el Sistema Nacional de Investigadores. Y así como ellos, hay docentes e investigadores con trayectoria y con calidad, como diamantes desperdigados en un costal de carbón.

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Reiteramos lo que hemos señalado antes, y que espero que al respecto, los universitarios le entren al toro: a la UAZ le urge regularse. Las unidades y centros requieren de reglamentos internos, o seguirán cometiéndose arbitrariedades, favoreciéndose la existencia de grupos de amigos, entre tantas y tantas irregularidades que da lo mismo enumerar aquí. El Gobierno del Estado, por su parte, tiene la facultad para, sin violar su autonomía, exigir a la UAZ que se auto regule.

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En síntesis, una evidencia de que la UAZ habrá cambiado, será cuando las actuales mafias —generalmente mediocres— sean trocadas en verdaderas comunidades científicas. Ojalá eso suceda algún día.
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El Sol del Trópico
Suplemento del suplemento de El Sol de Zacatecas

Presentan cartel y programa del Festival Cultural Zacatecas 2005


Con un costo total de 9 millones de pesos —seis que aportará Gobierno del Estado y tres que cubrirá el gobierno federal a través de CONACULTA—, del 19 al 27 de marzo tendrá lugar el XIX Festival Cultural Zacatecas 2005 en esta ciudad.
Así lo dio a conocer el maestro David Eduardo Rivera Salinas, director del Instituto Zacatecano de Cultura (IZC) la tarde del viernes pasado durante la presentación oficial del cartel y el programa alusivos, ante la presencia de la gobernadora, Amalia Dolores García Medina, así como funcionarios, artistas, promotores culturales, prensa y público en general reunido en el patio del Centro Cultural “Ciudadela del Arte”.
Durante los nueve días que durará el evento, se realizarán 150 programas artísticos —30 más que en años pasados, señaló Rivera—, en los que participarán 400 artistas, técnicos, auxiliares y representantes, así como 250 jóvenes zacatecanos que harán su servicio social como edecanes.
Entre los platos fuertes del festival, Rivera Salinas mencionó la presencia de Willie Colón, quien inaugurará el programa de actividades; Alberto Cortés; el cubano Chucho Valdés; el conjunto La Quinta Estación; Susana Zabaleta; Celso Piña; Miguel Mateos; Los Enanitos Verdes y el trovador David Haro. Lo inédito en este festival será la realización de una corrida de toros goyesca, es decir, a la antigua usanza, así como el Festival Technogheist de música electrónica.
Durante su intervención, la gobernadora Amalia García destacó que el Festival Cultural Zacatecas 2005 es un festival popular y será una oportunidad de tener una derrama turística importante; agregó que este año se logró que el CONACULTA apoyará el evento con tres millones de pesos, contra los 250 mil que había aportado el año pasado.
Durante la presentación fue develado el cartel oficial, basado en una obra de Pedro Coronel; también fue proyectado un video y un spot televisivo con los que se hará difusión nacional del programa cultural. El grupo zacatecano de rock Roncolor, cerró la presentación con una intervención musical.


Abiertas las inscripciones para la siguiente generación
Fusionan Maestría y Doctorado en Historia, en la UAZ

“No se plantea como una obra pública el ir iluminando la conciencia del pasado”, señaló el catedrático Édgar Hurtado, durante la conferencia de prensa en la que académicos del Doctorado en Historia de la UAZ anunciaron la fusión de la Maestría en Historia y el Doctorado en Historia Colonial, la mañana del pasado lunes en el Mesón de Jobito.
El maestro Eduardo Cardoso, director de la Unidad de Historia de la UAZ, por su parte, señaló que el pasado miércoles 9 de febrero, el Consejo Universitario aprovó el nuevo programa, el cual, destacó, “no significa un gasto extraordinario para la UAZ”, ya que la planta académica y la infraestructura con que se cuenta son las necesarias para arrancar este nuevo plan de estudios.
Con una planta docente compuesta por doce profesores, ocho de ellos integrantes del Sistema Nacional de Investigadores y dos de ellos inscritos en el Nivel 2, el nuevo programa ofrece a los interesados la posibilidad de que cuando se titulen de maestría, puedan tener para entonces el 30 por ciento de avance en el proyecto de investigación para el doctorado.
Son pocas las ofertas de posgrado en historia en el país, señaló Hurtado. “El ochenta por ciento está centralizado en la ciudad de México”, acotó. Por otra parte, hay una competencia desigual para ingresar a los programas de excelencia del CONACYT, señaló, ya que son “medidos con la misma vara” los programas académicos de instituciones como la UNAM, que tiene muchos años de tradición universitaria, contra universidades mucho más jóvenes que desarrollan su trabajo en condiciones de desventaja.
Será el 28 de febrero cuando la convocatoria cerrará su plazo para recibir a nuevos alumnos, quienes deberán tener un promedio mínimo de 8.5 en licenciatura; título de la misma; haber egresado de humanidades o, en su defecto, tener investigaciones incipientes relacionadas con el área; presentar un proyecto de investigación viable, con disponibilidad de fuentes.
Mariana Terán Fuentes, René Amaro, Ivonne Leticia Del Río, Edgar Hurtado, Eduardo Cardoso, Arturo Burciaga, Marcelino Cuesta, Thomas Hillerkus y Salvador Camacho, son quienes integran la planta docente de este posgrado que ofrece diversidad de perspectivas frente al fenómeno histórico, por lo que el alumno tiene la oportunidad de elegir su propia visión, concluyó la maestra Leticia Del Río.