lunes, febrero 18, 2008

Manoseando a Villaurrutia

Hoy amanecí con ganas de compartir un jugueteo picaresco que se me ocurrió a partir del famoso calambur de Xavier Villaurrutia contenido en su "Nocturno en el que nada se oye". Todo surgió de un tartamudeo convocado por José de la Colina. Va:
Y mi voz quema, madura.
Y mi bosque, mamá, dura.
Y mi voz que mama dura.
Y mi voz, ¡qué mamadura!

De una vez les paso al costo el poema de Villaurrutia:

Nocturno en el que nada se oye

En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen
sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
en esta soledad sin paredes
al tiempo que huyeron los ángulos
en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre
para salir en un momento tan lento
en un interminable descenso
sin brazos que tender
sin dedos para alcanzar la escala que cae de un piano invisible
sin más que una mirada y una voz
que no recuerdan haber salido de ojos y labios
¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios?
Y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

martes, febrero 05, 2008

Evidencias de una cofradía espontánea

Kutzi Hernández Galván

Hay cofradías, como la de San Juan Bautista en Zacatecas, México, que se reúnen de cuando en cuando para participar en actos masivos que precisan de todo un ritual cuidadosamente preparado a lo largo del año. Si bien el evento a que haré referencia en esta ocasión estuvo planeado durante años, no me cabe duda que lo que se instauró ahí no fue sino una cofradía espontánea, cuya anónima complicidad habremos de guardar por el resto de nuestras vidas todos quienes ahí participamos.

Imagínate el siguiente paisaje: en un primer plano, los dedos gordos de los pies de un desconocido; a izquierda y derecha, en lontananza, se hallan tumbados sobre el concreto miles de cuerpos desnudos, mientras que el Palacio Nacional funge como horizonte. El resto del cuadro es un vacío blanco de nubes indefinibles. Ahora imagínate este mismo paisaje, pero de cabeza.

Esta es una de las imágenes que contemplé desnuda, tumbada sobre el piso del Zócalo de la ciudad de México la mañana del 6 de mayo de 2007. El producto —uno de los productos— se encuentra actualmente en exposición en el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) de la UNAM, hasta el 9 de diciembre próximo. Es una lástima que la muestra no sea itinerante, siendo tan pequeña y fácil de transportar: apenas unas seis fotos —una de ellas tamaño mural— y un video presentado en monitores repartidos estratégicamente en cuatro salas.

Si bien mi idea de participar en el desnudo masivo de Spencer Tunick aquel 6 de mayo se volvió realidad a partir de la curiosidad, el evento devino en experiencia estética y espiritual. A donde volteara, aguardaba un paisaje que me conmovía por su humanidad, cosa que puede ocurrirle a una casi todos los días en todos lados, pero que en esta ocasión contaba con la particularidad de que los anónimos protagonistas lucían sus cuerpos sin el menor prejuicio a lo que fuere.

Que me perdonen los gringos
En un principio, me parecía ignominioso acudir a encuerarme en público, no por el encuere en sí, sino porque el llamado provenía de un gringo. Luego de una negociación interna, la curiosidad venció sobre el prejuicio nacionalista; al menos eso creía yo, hasta que, mientras transcurría la toma (¡la toma! ¡qué vergüenza!) en el lugar de los hechos, advertí en mis entrañas un secreto malestar al mismo tiempo que veía al rebaño de mexicanos encuerados moviéndonos de aquí para allá, saludando a la bandera, inclinándonos, acostándonos, haciendo el muertito, según las órdenes de un anglosajón que ni una coca cola nos proporcionó cual gratificación perruna.

Gajes del oficio, pensé yo, mientras maquinaba una convocatoria para improvisar en ese momento un eventual sindicato de eventuales encueratrices, pues luego de más de cuatro horas de espera, no nos dieron ni una torta, ni un juguito, ni consuelo alguno (no es albur) ante las inclemencias del frío mañanero (ese tampoco es albur), a pesar de todo el apoyo financiero recibido por Tunick durante la realización de su proyecto. Tal vez nos tienen muy mal acostumbrados los partidos políticos en este país, pues reconozco que mi expectativa nacía a partir del siguiente silogismo: donde hay un mitin, hay refrescos y tortas. Y llaveros. Y cubetas, si es preciso. Y camiones para transportar a los participantes de vuelta a sus casas. Pero no hubo tales. Era un gringo.

No contento con lo anterior, luego de más de una hora de tomar fotografías (o de hacerse pendejo, como diría mi abuelita), Tunick solicitó a las féminas que permaneciéramos unos minutos más para unas tomas frente al Palacio Nacional. Los hombres se retiraron a vestirse. Por un error de logística, los organizadores comenzaron a abrir el área al público adyacente, de modo que, cámaras y celulares en mano, una legión de fisgones comenzaron a fotografiarnos a diestra y siniestra. Por razones que aún no comprendo, gran parte de las mujeres se sintieron incómodas, incluso ofendidas. Tal vez porque los intrusos no se echaron el volado junto con el resto. Ellos eran los otros, los espectadores que no habían participado en lo que para todas y todos nosotros costó tanto esfuerzo: desprendernos de las vestiduras y las máscaras, valga el lugarazo común. Si bien hubo una comunión entre quienes saltamos juntos al vacío —vacío de ropas, de ideas preconcebidas—, dicha comunión se reveló confirmada en el momento de la irrupción ya mencionada. Era como pertenecer a una especie de club. La contraseña: cero ropa. Y conste que no era un club nudista, pues “esto no es un desnudo de exhibicionistas, sino de gente común y corriente”, como bien lo dijo Tunick, experto en tratar con multitudes dispuestas a ser parte de una aventura estética y humana —bueno, tal vez no todos van con esa idea—, personas dispuestas a verse en el espejo de la muchedumbre desnuda, sin mayor conflicto.

Es curioso el cambio casi instantáneo de parámetros: en cualquier otra circunstancia, una sola persona desnuda en un lugar público habría sido motivo de un desgarriate. Esa mañana, en el Zócalo, todo, incluso lo que en otro contexto es susceptible de crítica o de desazón —la vejez, la gordura, la celulitis, las verrugas, las piernas interminables de un hombre con poliomielitis— en ese momento era lo normal. En cambio, los elementos que no estaban programados fueron la causa de por lo menos dos turbaciones, una personal, la otra colectiva: por una parte, la colilla de un cigarro adherida a la espalda de uno de los participantes —que se levantaba, luego de haber posado en decúbito supino— y por otra, la mencionada intromisión de quienes acudían a disfrutar del pastel sin haber participado en su elaboración.

Una de las experiencias más gratificantes del día ocurrió de manera espontánea, justo cuando las mujeres por fin rompimos filas y regresamos a buscar nuestras ropas. En ese momento, los hombres ahí presentes soltaron un largo aplauso que me conmovió y a la fecha me sigue conmoviendo. Tal vez aplaudían a las participantes que nos quedamos media hora más para posar, pese a las incomodidades que ello significaba. Tal vez aplaudían al evento en general. El caso es que nunca como en ese momento había sentido de una forma tan robusta una suerte de… solidaridad de género. “Qué clavada”, dirán, pero no se me ocurre una expresión más exacta de lo que sentí en ese instante. Bueno, tal vez sí la haya: catarsis. Bien lo dijo alguien cuyo nombre no recuerdo ahora: “todo mundo quiere hacer una locura; si no, se vuelven locos”. Ese momento fue la coronación de la terapia colectiva que a muchos de seguro nos habrá de ahorrar años de terapia (y que me perdone mi psiquiatra).

Bien lo dijo Raquel Tibol (¡qué bien conservada está, la condenada!): el desnudo masivo en el Zócalo fue, más que nada, un mitin espiritual. Y es que el pueblo mitotero también tiene su corazoncito.

Epílogo
Hace pocos días acudí al MUCA, dentro de las fechas indicadas por los organizadores, para recoger mi diploma de participación: una fotografía de 20 por 25 centímetros, en cuyo reverso se encuentra una etiqueta con la firma del autor (la cual yo hubiese preferido encontrar al frente, pero ese es otro cantar). Miles de personas yacen en el suelo, en posición fetal, acaso como adorando a Alá.

Si bien el documento no testimonia o, mejor dicho, no evidencia mi participación en el desnudo masivo —en la gráfica, mi cuerpo se pierde en la multitud de espaldas encorvadas que, como piedrecillas de río, tapizamos el Zócalo—, su obtención representó un motivo de inusitado orgullo para quien esto escribe. Mientras me formaba en la fila para recoger la codiciada foto, me di cuenta que observaba con cierto aire de superioridad al resto de personas que acudía simplemente a ver la exposición. Suena (¿un sinónimo de “mamón” que no se oiga tan… agresivo?)… Suena pedante, pero eso sentí en aquel momento, y probablemente lo siga sintiendo.